La inseguridad sin nosotros

Crónica de un lugar sin luz, sin gas, sin policías, sin medios de comunicación. Un lugar seguro en el Delta del Paraná.

Por Nacho Fittipaldi
Pese a que los argentinos no somos ingleses la lancha sale puntualmente como está anunciado en un cartel contiguo al embarcadero. A las cuatro en punto de la tarde el motor de la Interisleña ruge y emprende un viaje arduo que durará casi dos horas por los ríos y arroyos que conforman el Delta del Paraná, en el partido de Tigre, Pcia de Bs.As. A bordo viajan unos cuarenta isleños que irán bajando según la ubicación de sus casas a lo largo de todo el viaje. Mi último contacto con la realidad negativizada fue saber que continuaba la discusión sorda en el parlamento de la nación por el nuevo tratamiento de la ley de servicios audiovisuales, su pertinencia temporal, los artículos más polémicos, el esfuerzo sincero y sensato de ciertos actores políticos por depurar un anteproyecto de ley que tendría falencias inconvenientes a la hora de tratarse el proyecto en el Congreso Nacional y la sospechas de siempre acerca de que los Kirchner pergeñarían un gran negocio más allá de sus democráticas intenciones de impulsar esta sediciosa ley. Entonces, confundido, apago el estéreo del auto y me dirijo al embarcadero.
En la lancha, algo menos incómodo que yo, viaja a mi lado Alcides Reta, un correntino que hace quince años vive en las islas y que me cuenta, mientras apura el último sorbo de mate, que la vida allí es muy dura y solitaria, mucho más solitaria sin mujer e hijos como es su caso. Reta habla y mientras lo hace mira un punto fijo del agua, marrón de tanto sedimento que arrastra, afirma cosas pero no me mira a los ojos, dice que el verano “es muy caluroso”, que “los mosquitos lo llevan en andas a uno” y que el invierno es tan frío como húmeda será la noche que caerá ese día. Lo interrogo acerca de qué temperatura hace en verano pero la respuesta no llega, rápido caigo en la cuenta de que la presura por conocer las temperaturas y las sensaciones térmicas, son tan urbanas como mi vestimenta y el desacople que produce entre las otras visibles: “no sé -dice él- hace mucho calor” y yo le creo eso.
El recorrido que va desde el embarcadero hasta el Paraná-Las Palmas dura una hora, en él se ven con claridad las consecuencias de un proceso de urbanización que se evidencia en la cantidad de casitas, casas y mansiones que hace unos diez años no existían en esta misma zona. Yo ya estuve aquí, antes. Las lanchas privadas y los yates suntuosos se entremezclan por entre los sauces y las casuarinas, los muelles nuevos y otros añejos, derruidos, con las piraguas flexibles e improvisadas embarcaciones de los lugareños amarradas a donde se pueda. Aquí también la ostentación se enaltece frente a la precariedad isleña, la bendita desigualdad ha fumigado toda la república. La cosa cambia al cruzar el Paraná-Las Palmas y un poco antes también, más desurbanizada, esta zona queda por el momento como una suerte de tesoro olvidado a favor de los lugareños o de los amantes de la tranquilidad y el remanso, Reta y yo tenemos desde allí cuarenta minutos más hasta la casita familiar que está en proceso de reconstrucción luego de años de abandono, allá voy, en busca de lo que una tía ha asumido como empresa personalísima y generacional: componer el lugar donde la familia veraneaba, crecía. En esta parte son contadas las casa que se ven, la naturaleza supedita nuestra presencia y la de la lancha a una cuestión de hormigueo, las aves se dejan ver, cuando el motor ronco de la lancha se apacigua en algo hasta se las oye con claridad. Predomina la selva en galería, esa formación vegetativa que impide ver más allá del muro de árboles y arbustos que crecen en las márgenes del río sin más control que la altura máxima a la que puedan llegar ligustros incontrolables, álamos, sauces llorones y robles. La desolación contrasta con la belleza exuberante y la complejidad para describir aquello. Me pregunto cómo hacen para vivir aquí, de ese modo, me preocupa saber cómo haré yo para estar tres días sin luz, sin gas, sin agua potable y a horas largas de la gran ciudad.
Alcides Reta me comenta que él no mira televisión, que tiene una pero que no la enciende “pa´ lo que hay que ver” dice seguro de lo que afirma y agrega que “prefiere hablar con sus animales” que escucha mucho chamamé y la radio local que pasa música del Litoral me cuenta que tiene un hermano que vive en el barrio Los Tábanos, debajo del Acceso Norte y que una vez allí, en la casa de su hermano, mirando televisión vio la cantidad de asesinatos que había por día en Bs. As. y que lo impresionó malamente, que se había preocupado, “mire si alguna vez algo de eso le sucede a mi corta familia”, ahora Reta deshoja una sonrisa y blanquea que su hermano le explicó entonces que era el mismo hecho repetido muchas veces en distintos canales. Su risa es como si me indicara el conocimiento o la sospecha acerca de la preocupación central, los efectos que produce la selección del espectro de temas posibles sobre la mente de las audiencias, su risa enmarcada en la oscuridad de su piel solar y delineada por los surcos de su cara me hacen pensar que quizás él sea el único que esté a salvo, aunque juegue a no entender.
Reta resulta ser mi vecino, entonces lo escucho hablar con los gansos y gritarle al perro “si yo te digo que vengas venís”. Mi caña de pescar, mi helatodo y algunas velas son cuanto tengo de semejante a las carencias antes mencionadas. Los isleños tienen luz, al menos en general; el agua que consumen la obtienen del arroyo, el Paicarabí; el gas es de garrafa y los productos indispensables los compran en la lancha almacén. No temen a otra cosa que no sean las devastadoras crecidas y a la muerte ingrata que siempre llega. Dejan sus puertas abiertas, sus animales sueltos, se ofrecen para ayudarme en lo que necesite, las armas que esconden las usan para cazar y la policía tampoco aporta, no se la ve. La tarde cae ya, son las cinco y media de un viernes templado, la caída del sol anuncia que la noche será gélida.
Mientras en la noche leía El Mundo Según Garp, de John Irving, a la luz de la vela pensaba en cuánto más saludable era aquello a acostarme haciendo el infructífero zapping de cada noche, viendo los programas políticos con los que siempre me castigo, atemorizado por los ruidos extraños que provenían de la noche que afuera imperaba, sentí que el miedo final era acotado y natural, que el miedo urbano es tan real como ficticio y potenciado en los dispositivos comunicacionales que vilipendian nuestra existencia, pensé que la vida del correntino de en frente, arroyo de por medio, como a cien metros de mí, era muchos menos emponzoñada que la mía que cada día insume la misma hojarasca mediática de siempre.
Los exuberantes paisajes de la noche, ya colada en mi ventana y su cielo, me llevaron a una última reflexión. Pensé que el Estado debía regular el éter que yo venía contemplando y que ahora contemplaba desde el colchón en el que dormitaba, que todos los ciudadanos debíamos -porque lo necesitamos- tener el derecho a informarnos o a irnos a vivir a las islas del Delta si lo deseamos, pero aún allí la pluralidad y la diversidad deberían estar aseguradas y presentes por si Alcides Reta decide, en algún momento de su vida, encender la televisión e interpelarla.

No hay comentarios: