2 feb 2018

Crónica de una despedida

Por Nacho Fittipaldi

Suena una campana, un timbre, una bocina a vapor, un tren se aleja, un buque amarra. Llega un mensaje con un sonido muy concreto. Las campanas por ejemplo siempre anuncian algo. Desde las alturas del campanario las iglesias marcaban la jerarquía institucional, por eso desde siempre fueron los edificios más altos de las ciudades, incluso más que los castillos.  Las carreras de aguas abiertas se inician con sonidos, de sirenas, bombazos, de agudas chicharras. Existiría algo así como una relación entre la presencia de un sonido, la iniciación o el fin de algo.
Suena el timbre, son las 05, 55 AM del viernes 26 de enero. El sol pega en la parte de atrás de casa pero Martín está en el frente.  Nos saludamos, salimos a la ruta, un velorio nos espera. A las diez un entierro. Muchas veces hemos salido a la ruta juntos, de viaje, de joda, por laburo. Nunca por algo así de triste. A esta misma hora pero del día de mañana estaré a cuatrocientos metros de la costa nadando los clásicos 4 km de Villa Gesell. La muerte puede ser definida de muchas maneras pero sería reincidente y absurdo intentar definirla, es algo en lo que la razón no hace blanco nunca. Sin embargo no deja de impactarme la manera en la que la muerte, y el aviso de ella, resquebrajan las rutinas en curso. Un mate es cebado con determinación como si de eso dependiera muchísimo el mundo, se come un asado con el ánimo de una fiesta popular, se abre un vino como en un concurso de cata, y de pronto alguien dice “Che, me acaban de avisar que murió tal” y ese tal es el padre de un amigo, ese tal no tenía que morir, ese tal estaba vivo antes de que yo escriba esto. O como me escribió aquella vez El Tano, el día que murió su viejo, “No aguantó más. Se fue” Pero al finalizar este relato el orden de la vida que imperaba en esas familia seguirá roto, y estas palabras serán solo expresiones sueltas de alguien que intenta poner palabras para ordenar y mitigar su propia experiencia, para pensar la muerte de su propio padre, para pensar a Piero y Sabino llorando por mí. No lo pienso desde el narcisismos, pienso en ese dolor que tarde o temprano llegará. 
Velar a alguien en su propia casa es algo que indefectiblemente recuerda el velorio de mi abuela Luci. Mi abuela fue velada en una habitación, a cuarenta metros de donde cayó muerta luego de que un camión de distribución de soda la atropellara. Un velorio ahí es una astilla en la memoria de la familia, es un árbol en el medio del living, ir y venir por la casa es recordarla cada vez. Maipú es como un bosque sin árboles. Introducirse en esa casa es, en algún sentido, saber más de ellos. Los objetos, el estilo de decoración, o la falta de él, los cuadros, los libros, las antigüedades abarrotadas son, además, los recuerdos de la elección de esos objetos antes de ser adquiridos. Es la historia del objeto. Son objetos traídos de un viaje programado, son objetos encontrados de casualidad, es la frenada repentina del auto al pasar por delante de una casa de antigüedades, bajar a ver y preguntar cuanto sale, luego será una anécdota solo entre quienes puedan percibir la belleza del chirimbolo. Es ir a un remate y perder horas ahí. Estos ambientes así me cautivan. Son el living que nunca tendré. En el medio de ese desorden, Gerva. Con una cara que no le conozco, Gerva. Con la expresión pálida, Gerva. ¿Y yo qué puedo hacer? Nada. Por momentos la muerte también relativiza, no solo la existencia de todos nosotros, sino también la presencia de cada uno de nosotros en ese territorio que la muerte delimita en honor a la memoria. Sin embargo el momento más desmemoriado de aquí en adelante, es este. La memoria se construye. Los velorios se lloran. Siempre analizo si hay que ir, o dejar que la familia llore en paz, pienso que no debo ir y que la familia recuerde como pueda y entre los íntimos. Esta vez creía lo mismo pero por suerte fui. Y pude, simple y torpemente, abrazarlo, ver su cara de desconcierto, ver el cariño de la gente, ver un pueblo que salió a la vereda mientras el coche fúnebre pasaba por la calle y saludarlo por última vez. Ver a Ana y a sus hijas con las manos apoyadas en el cuerpo, mirando sin comprender, preguntando sin respuestas. Una incomprensión de punta a punta. En el entierro por ejemplo, vi un trabajador del cementerio vestido de riguroso overol azul, ya con sus años encima de trabajo ese azul es entre blanquecino y celestón. En la ancha espalda y con letras blancas dice “Municipalidad de Maipú” pero ese hombre está ahí como vecino, no como empleado. Despide al hombre que acaban de guardar entre maderas esmaltadas y cinceladas. Está mezclado entre el resto de la familia. Maipú tiene un cielo pleno, cada vez que vengo veo eso. Un cielo ancho y bajo, como el del trabajador, un cielo para todos. Quizás por esa razón este cementerio esté más cerca del cielo que otros. ¿Más allá de este campo qué hay? Allá en el cielo están todos los padres de mis amigos que se murieron en los últimos años. Se mueren los hombres. Mueren los padres. Y seguirán siendo hombres los próximos. El padre del Rata, Igor, del Tano, de Gerva. Aníbal, El Tano Callá, todos tipos. Hace años que vengo enterrando padres. Hasta que un día de estos sea el mío, un día tendré que hacer lo que todos ustedes ya hicieron y como hoy, no sabré qué hacer.
Hoy que todo eso ha sucedido no recuerdo ni con cual sonido se inició la carrera de Villa Gesell, en cambio recuerdo perfectamente un aliviador sonido que se sobreponía a la brisa que resquebrajaba los cipreses en el cementerio de Maipú. En la arcada de la puerta de acceso, una entrada estilo Partenón, con sus columnas y todo, y en el medio, rompiendo bruscamente con ese encantador estilo, una suerte de campana de viento, cuatro o cinco tubitos de aluminio de distinta longitud, sonando, como en las clases de yoga o en los centros de meditación, ayudan a introducirse en un clima de reflexión y un deseo: Que tengas paz Raúl, que tu compañera Ana, tus hijos, tus nietos, y tu hermano Gustavo puedan construir tu memoria a la distancia y en tu ausencia, una distancia lejana y dolorosa. Hoy doblan las campanas y están doblando por vos, un suspiro que se fue.  

1 comentario:

Fabián Eduardo Maya dijo...

Dolorosa y bellamente conmovedor.