12 jul 2014

Revocar y dar de nuevo

Por Nacho Fittipaldi

Suena el timbre mientras escribo algo sobre el mundial que me arrepiento de escribir. Son Mónica y Miguel. La gasista matriculada que hizo los planos de la casa y el plomero que hace los arreglos para obtener la aprobación final y habiliten el gas natural. En veinte minutos llega el inspector de Camuzzi a tales efectos, según me dicen ellos.
A Mónica la contacté en diciembre a través del arquitecto que hizo la casa, nosotros compramos la casa hecha y por lo tanto no hemos tenido vínculo alguno durante la construcción de la casa. Mónica habla como Carlitos Tevez antes de pisar suelo europeo, el 27 de diciembre me dijo “quédate tranqui que mañana voy a Camuzzi a pedir la final”. Luego de eso desapareció hasta bien entrado el mes de marzo. Al contactarla después de tantos meses, en los que llegué a llamarla siete veces y mandarle trece mensajes en un día, me dijo por teléfono “a vo te voy a cobrar menos porque te recague, me fui a estado unidos y después a Chile, te dejé re en banda” Mónica es gasista matriculada, pertenece a un universo en el que las mujeres no son gasistas matriculadas, pero ello sorprende menos que su forma de escribir mensajes de texto, única forma de que te responda inmediatamente, y esta idea en su singular forma de ver la vida son 12 o 13 horas después de que uno le escriba:
-       - Buen día Mónica, pudiste ir a Camuzzi??
-       - Hola,,fi ero no ay nvds. X ai el lun$? Aya ntis
Abro el portón y Mónica me dice “Cagamo, el inspector que viene es rejodido”. Yo me lo tomo con paciencia, si el tipo aprueba la instalación tendremos gas pronto, de lo contario no. Mónica va  a la cabina de gas en donde está el tubo, me pide que lo retire y ve algo que está mal y que ella ya podría haber visto las dos veces anteriores en las que vino a ver que todo estuviera bien, cosa que yo creí hasta ver su cara de recién. “Uy esto está como el culo. ¿Tenes concreto?” Mónica pregunta con la soltura de los irresponsables, como si tener concreto fuera tan común como tener queso mantecoso en la heladera. De ojete, solo de ojete, yo tengo una bolsa de concreto porque ella ya me había pedido tapar un codo de un caño que estaba a la vista, tiempo atrás. “Sí, tengo” respondo atragantado suponiendo que el oficio del gasista matriculado es tapar lo que no se tiene que ver. “Bueno hacete un poco de concreto y revoca esos caños”. Entonces Mónica me hace una pregunta que yo ya he oído antes, (una vez que me encajé me preguntaron "¿qué sabes de barro, flaco?"), no es exactamente la misma pero va en ese sentido, “¿Cómo te llevas con la albañilería?” Pienso en decirle, soy sociólogo, solo para ver la expresión de su rostro. Pero la respuesta se la entrego cuando agarro la cuchara de albañil, recojo un poco del concreto que hice obedientemente, lo lanzo sobre la superficie que hay que cubrir y el concreto cae. En vez de amurarse, insolente, inadhesivo, rotundamente flan de cajita, el concreto cae sobre el mismo balde que lo vio emanciparse, o partir, y frustrarse. Mónica se da cuenta que mi relación con la albañilería es la misma que la suya con la gramática, o la de Cachito Vigil con el doble sentido. Entonces me indica que me corra, que ella continúa. Todo esto transcurre adentro de la cabina de gas, o sea, medio adentro de la cabina en la que yo no quepo y en la que ella logra entrar. Mónica tiene unos 42 o 45 años, es mas corpulenta que menudita y apenas le queda espacio para demostrarme que ella está mas ducha que yo. “¿Tenes ladrillo hueco? Traete tres o cuatro si tenes”. Mónica se ha puesto demandante y yo empiezo a creer que no vamos a pasar la inspección si ella decide construir un mangrullo ahora mismo. Voy al fondo , consigo ladrillo hueco y del común, con una mínima porción de concreto intenta unir dos ladrillos huecos, luego pone dos de los comunes y dice, “cortate este ladrillo por ahí –marca con el dedo la altura en la que debo cortar- porque no entra entero”. Yo me siento en un desafío igual o más grande que el de Messi para la final del domingo. Es el momento de reivindicarme, es el acto que lleva a la gloria. Mónica me pasa el ladrillo por un mínimo espacio que queda entre su acrecentado cuerpo y el marco de la puerta de la cabina de gas. Lo que yo veo desde mi posición de cuclillas, es su culo y sus piernas semiflexionadas, su espalda esta entera dentro de la cabina, mi cara casi dentro de su orto. Tomo el ladrillo con un sentimiento de seguridad y cuando lo tengo en la mano hago lo único que mi experiencia visual logra transmitirme, hay que cortar el ladrillo con la cuchara de albañil, hay que pegarle un golpe seco y el ladrillo se corta. Mil veces vi hacer eso, tan difícil no debe ser. Entonces marco el ladrillo y le pego un golpe seco. El ladrillo no se inmuta. Le pego una vez, dos, tres, no era tan sencillo, cuatro veces, estoy agitado, y a la quinta, el pedazo más corto que no vamos a usar cae, seco, al piso. El corte es de una precisión a la que yo mismo sucumbo. “Toma Mónica, ponelo”. Veo su mano tanteando el aire como para que yo coloque el ladrillo en ella, “Joya” dice y se escurre de mi vista. Supongo que el trabajo ha concluido. Mónica sale de la cabina marcha atrás. Al correr su cuerpo, veo la figura –por decir algo- que los ladrillos han asumido, lo grotesco, lo amorfo y  lo torpe que puede ser el acto y la consecuencia de pegar dos ladrillos huecos a uno común. Asumo que la partida está perdida pero antes hay tiempo para más. El rincón en el que nos hemos movido está lleno de caca de la perra. Yo estuve corriendo y trayendo ladrillos del fondo, Mónica hizo el concreto en la canilla que esta acá al lado, yo he corrido el tubo de gas y no nos dimos cuenta que entre la humedad de la tierra y la caca de la perra se ha formado una suerte de lodo inmundo. “Uyy, pise mierda”, a partir de ahí Mónica se saca las zapatillas Nike de correr y anda en patas dentro de la casa. El inspector llega mientras yo revoco –por decir algo- la cabina pequeña del gas natural. El revoque está fresco con lo cual descuento que el inspector va a suponer que algo escondemos. Mónica ya me ha anunciado, “Si se da cuenta me sacan la matricula. Este inspector es un pendejo forro, mira todo”, yo pienso que sería lo más sensato pero aun así me preocupo por ese asunto. A mitad del revoque cae el pendejo forro y ve que yo estoy revocando, Mónica le dice lo evidente, “Está revocando”. A mí me da vergüenza que vean la nula posibilidad que tengo de hacer pegar una cucharazo de concreto sobre la cabina, entonces me doy media vuelta y me meto en la casa, enojado como un jugador de fútbol que es remplazado a los 15 minutos del primer tiempo. No quiero ver cómo el pendejo le quita la posibilidad de trabajar a nadie, incluso a Mónica. No quiero oír el resultado de nuestra inspección. Quiero aprobarla. No lo logramos. El calefón está 12 centímetros mas abajo de lo que la reglamentación permite. Este pendejo es, además de un forro, un tecnócrata, un tirano del centímetro. Mónica agrega, “Si venía Gómez en vez de este, sabes cómo la pasábamos”. Se calza las zapatillas y se va.