30 ene 2012

Cronica de Cartagenas


Por Nacho Fittipaldi
(desde Cartagena de Indias, Colombia)
 Al llegar se abre la puerta, un aire caliente envuelve al avión de Avianca que ha arribado a las 10 Hs de Colombia, dos horas menos que Argentina. El aeropuerto está en medio de un descampado, el sol pega fuerte y la sensación es la de meter el cuerpo dentro de una olla con puchero. Avianca ha extraviado nuestras mochilas, no sabemos si en El Dorado, Bogotá; o en el aeropuerto Garulos, San Pablo donde hemos hecho escala. El empleado de Avianca dice que nos resolverán el problema y que todo va ir bien, que vayamos al hotel, que ellos nos enviaran las mochilas. Dice que la gente de Garulos no trabaja de manera prolija, que la gente de Garulos no ha informado del
 sobrante de dos mochilas en sus vuelos con destino a Bogotá. En medio de la zozobra Pao cree que Garulos es el nombre de un empleado de Avianca que trabaja en el aeropuerto de San Pablo, luego dirá, con razón, que el nombre de un aeropuerto que se precie de tal, es Ministro Pistarini por ejemplo, y no Garulos. Las mochilas han llegado en la misma noche del viernes, hemos estado nuestro primer día en Cartagena con algo de angustia, estando en zapatillas, jeans y remera negra, es como si al puchero le hubieran agregado un kilo y cuarto de ají puta parió.

Cartagena es una ciudad con contrastes. Para aquel que crea, como nosotros creíamos, que es una ciudad chica, les cuento que aquí viven un millón de personas. Sucede que lo que conocemos de Cartagena es la ciudad amurallada, pero según dicen, allí no viven ni siquiera cinco mil personas. Esa parte de la ciudad es de lo más bello que haya visto. Las casas antiguas con siglos encima, los portones de ancha hoja de madera semicirculares o rectangulares, las casonas  con sus los balcones  y sus flores blancas, naranjas y amarillas o con sus santa rita colgando y engalanando todo, sus calles empedradas con una prolijidad japonesa, sus iglesias enormes y esa brisa de mar que entra por lo callejones que apuñalan la muralla y que conectan con el mar hacen que en la sombra de Cartagena, se esté tan a gusto. ¿Cartagena es más linda que Cuzco? Esta pregunta la propone Pao. A mí se me hace que Cuzco es tan pequeña y tan antigua que no permite ningún atisbo de modernidad. Cartagena ha explotado hace tiempo y aquí se pueden ver casas de ropa de marcas internacionales en una casona del siglo XVII. Benetton en Cartagena es un contraste. Los paredones de los edificios más antiguos y enormes están hechos de piedra de coral, la muralla también. Entonces las paredes son rugosas y con pequeños orificios por donde antes se filtraba el agua y ahora las manos de los que acariciamos la piedra tratando de encontrar explicaciones a una belleza superadora. 
La Cartagena amurallada está minada de puestos de comida ambulantes, aquí se come mucha fritura, buñuelos de queso costero, suerte de goma de mascar salada sin gusto a nada o “con gusto a pedo” como diría Julia, mi hermana negra, o mulata, que por aquí en nada llamaría la atención. Aquí está lleno de negras y mulatas hermosas con un cuerpo parecido al de Julia, pero eso ya vendrá. Comen arepas de queso que no son fritas, pero que a las que le ponen manteca a rabiar, comen butifarra y salchichas a la parrilla con lima y huevo duro, comen pescado frito, toman jugo helado de lima y naranja que sirve para paliar el calor cuando la brisa marina no logra perforar la muralla. El jugo vale unos 1500 pesos colombianos lo que serían $2, 50 argentinos.

Cartagena tiene una muralla que zigzaguea y así hay dos divisiones, la parte más rica y la de segundo estrato. Nosotros estamos en el segundo estrato, un barrio popular que se llama Getsemaní. Aquí Cartagena es un hervidero, las motos se han apoderado del mundo y están todos locos, los taxis pululan infames por las callecitas manejando como si fueran bicicletas, todos usan las bocinas hasta el cansancio. Si van a cruzar mal, tocan bocina, si vos estas cruzando mal te tocan bocina, si cruzan en rojo tocan bocina, si tienen hambre y hace calor tocan bocina, si tienen hambre pero no hace calor tocan bocina, y si su hijo ingresa al jardín este año o a Nadal le cobran mal una pelota en un momento clave del partido te tocan bocina. Tocar bocina es un divertimento en sí mismo. Cartagena es puro ruido porque los colombianos gritan todo el tiempo, es como si se retaran pero en verdad aquí parece no haber razones para el enojo. Getsemaní estalla de noche y no crean que es porque es el mejor momento. Getsemaní estalla de noche porque arde de día. Durante la noche los vecinos abren los portones de esos caserones antiguos y entonces se dejan ver los patios internos que todas las casonas antiguas tienen. La música sube el volumen hasta el límite de lo tolerable, los ancianos resisten y miran televisión y es curioso ver la cantidad de mecedoras que hay en cada una de las casas, o mejor dicho, en cada casa hay una mecedora y alguien meciéndose. Eso se ve desde la vereda. En la calle un niño juega con una mula, la monta de manera cómica y la mula algo desorientada responde a sus gritos, aclaro que ver una mula en Getsemaní es como ver un camello en Diagonal Norte y 9 de Julio. Y gritan, siempre gritan. Sin embargo Cartagena no ha logrado desde su fundación y construcción de la muralla, romper con ese límite físico que evitaba la invasión de piratas y que hoy demarca una línea social muy clara y contundente.
Las mujeres colombianas
A parte de todo, un capítulo aparte merecen las colombianas. Shakira aquí no vale un peso, aquí todas son Shakiras, tienen unos cuerpos voluminosos, pechos muy grandes y parados, los muestran sin pudor, pero si los pechos son voluminosos qué decir  de sus culos. Son curvas abiertas que van redondeándose desde las pantorrillas hasta la cintura, digamos que no son flacas, digamos que a las colombianas se les rozan las can-can en la entrepierna y así y todo las colombianas no tienen ningún empacho en mostrarse sin pudores, independientemente de su edad y sus kilos. Tienen aires de divismo. Eso me parece algo grandioso. Aquí cada uno anda con el cuerpo que tiene sin pudor a dejarse ver tal cual es. Caminar por las callejuelas de aquí, y encontrarse con un símil de Serena Williams  es lo más normal del mundo. Lo anormal es que una mujer pueda jugar al tenis con ese cuerpo!! Además de todo son bellas, tienen una piel increíble y por lo general son de una expresión interesante en el rostro, aclaro que de ninguna manera forman parte del patrón de belleza argentino, creo que si muchos de Uds. vinieran aquí no dirían lo mismo que yo. Además, algo interesante es que la belleza de la que hablo es horizontal  a las clases sociales, lógicamente que cuanto mayor poder adquistivo mayor es la producción, mejor vestidas están, aunque esto también es una imposición cultural. Las mujeres de Cartagena no andan por la calle; la calle es de los hombres, las mujeres a lo sumo hacen vereda.
Los hombres son mucho más respetuosos, son los que salen a trabajar y los que te persiguen para que les compres lo que sea, siempre con una sonrisa, siempre con un buen verso. En la playa se nos acercó un vendedor de relojes truchos, entonces me dice:
-    Un relojito señor?
-    No gracias, no uso –dijo yo con u reloj en la muñeca, le muestro el reloj que es una cagada y aclaro que es sólo para saber la hora, aclarando que no es un objeto que me interese.
-    Dele, son ideales para ir a "basilar" (hacer gala del objeto) –dice mientras hace el gesto de cuando uno le pasa el brazo al rededor de la cintura a la mujer mientras está bailando, y el reloj queda justo ante la mirada de los otros; y el vendedor se tienta inmediatamente.
-    ¿Por qué se ríe? –le pregunto yo con respeto.
-    Es que son las siete de la tarde y no he vendido ni unito en todo el día.
Así son los hombre de por aquí, sinceros hasta el equívoco. Jamás se dirigen a Pao si estoy yo, el vínculo es de hombre a hombre y hasta ahora no hemos tenido un solo gesto de mala educación por parte de ellos. Las mujeres que andan por la calle sí son rudas y hasta un poco cabronas.
Cartagena tiene extravagancias, por ejemplo los micros llevan nombres, entonces cada chofer le pone un nombre propio a su unidad, “De pirata” o “El inquieto”, son algunos de los que ahora recuerdo. Otra cosa curiosa es que algunas unidades tienen molinete para subir en la puerta de adelante, entonces uno pasa y después paga lo cual lo hace tan absurdo como ineficiente. Lo lindo es cuando sube un niño que por su edad esta exento de pagar, entonces el pibe se tiene que tirar al piso y pasar por abajo del molinete dado que el molinete está muy alto para las madres que desde la calle quisieran hacerlo pasar por arriba. Otra curiosidad es que los cañones de la ciudad amurallada que antes apuntaban al mar ahora apuntan a edificios, le han ganado terreno al mar y han construido sobre él. Los cañones de Cartagena apuntan al corazón del capitalismo colombiano.

Basurto

Cartagena tiene un mercado, el mercado de Basurto. Un mercado donde encontramos el mayor contraste de todos, el de las dos Cartagenas, el de la ciudad donde la belleza ha quedado amurallada para unos pocos y esa otra ciudad que Pao y yo hemos decidido ir a buscar porque aquí todo te lo esconden. En Basurto hemos visto, tal vez, algunas de las imágenes más potentes que pueda llevarme conmigo, una imagen del pueblo en su territorio, una imagen del rostro y la actitud de los puesteros que, como dice una canción de Lila Down, es “El que da aunque nada tenga.” Son una miríada de puestos ofertando pescado, plátanos, coco, mango, guayaba, tomates, carne de res, carne de cerdo. Todo largando un olor nauseabundo y los vagabundos comiendo las sobras de lo que aquí es el mejor precio de la ciudad. Ese contraste donde el olor es punzante y en donde el olor te anticipa la calamidad de lo que estas por ver, y lo que ves te estremece y lo que oles te marea, aquí estamos nosotros, queriendo vivir esto en su totalidad y de un  lado de la polaridad que el contraste implica o propone, donde las bellezas son exuberantes pero nunca llegan a tapar lo que hemos visto. Creemos que algo hemos descubierto. En principio el taconeo de los caballos en carruaje en la noche tranquila de Cartagena, cruzando esas esquinas como sombras de personajes antiguos, son pura caricia al alma, un bálsamo, un pasaje de los que transportan a un pasado que se va, como nosotros que recién estamos llegando.

22 ene 2012

La tercera silla

Por Nacho Fittipaldi
El viernes por la noche habíamos decidido ir a comer con Pao al restaurante peruano que una enfermera peruana del Hospital San Martín, donde ella trabaja, le había recomendado. La verdad es que se come fenómeno y para todos los que quieran ir les paso la dirección, queda en calle 58 entre 7 y 8.
Pao tiene una amiga que es un personaje a la que le ocurren cosas inverosímiles y a la sazón, psicóloga. Ella tenía que devolvernos la carpa que le habíamos prestado y como además coincidimos en el destino elegido para veranear, Colombia, la invitamos a cenar pensando en intercambiar alguna información sobre nuestro inmediato viaje. Vale recordar que la última vez que cenamos los tres juntos, hace dos meses atrás, en una parrilla cerca de casa, la cosa termino mal. En medio de la noche un grupo de pibes no-chorros, destruyó el local a fuerza de botellazos, meta desmesura, puro bardeo, tirando platos al piso como un casamiento griego, y la heladera cargada de bebidas tambien al suelo, en aquella noche que, como la del viernes pasado, era  caliente, con todo el asfalto y su reserva térmica contenida durante todo el día, asumiendo los 37° de la tarde inmediata.
Después de tomar unas cervezas que acompañaron dos ceviches, de pescado y de mariscos, y una Jalea Real, luego de charlar y que de manera algo insólita, la cerveza se acabara en el restaurante peruano J´Jireh, decidimos ir por otras cervezas en algún bar de esa zona que no es muy concurrida durante la noche. Más que nada porque allí florecen los bares que trabajan en horario de oficinas públicas. Así llegamos caminando hasta la esquina de calle 7 y 56 en donde por curiosidad, o destino, hay un bar que se llama Oporto. Elegimos una mesa de las de afuera por dos razones muy concretas; estaba fresco y además porque adentro transcurría un show de dudosa factura. Desde afuera se escuchaban canciones cantadas por un pibe que como no podía ser de otra manera vestía camisa negra, jeans azul, zapatillas blancas y claritos en el pelo. De su boca salían temas de las autorías más variadas: Marco Antonio Solís, Los Fabulosos Cadillacs, Franco De Vita, Franco Davin, y el hoy por hoy ineludible Michel Teló y su pegadizo Ai se eu te pego.
Afuera la noche estaba tranquila, los Tilos se meneaban con la brisa del viento, nosotros íbamos y veníamos sobre temas tan serios como intrascendentes sin que nada pareciera identificar con claridad, unos y otros. En uno de esos momentos nuestra amiga cuenta el relato de su participación en un cumpleaños de quince organizado con mucho esfuerzo económico y otro tanto de imaginación, por una familia pobre de Lanus. Ella trabaja como psicóloga en una de las unidades sanitarias de esa ciudad, en un barrio pobre, o como dicen los periodistas de ahora, “un barrio con necesidades.”  La madre de la nena, enfermera en la unidad sanitaria, la ha invitado y es codigo de buena gente no desplantar a la familia con una ingrata ausencia.
Por la vereda, de frente a mí y con cara de estar por cruzar a pie la General Paz a las 18 Hs de un viernes cualquiera, veo llegar tres personas hasta el bar Oporto. Un hombre de unos 55 años de edad, su mujer y su hija (o hijastra) con cara de ser virgen y vivir aún con sus padres. Aunque su rostro decreta 38 años clavados de edad. Tienen pinta de ser gente de campo y pedirán una pizza, dos gaseosas y una cerveza Quilmes, lo cual es evidencia suficiente para demostrar que son de campo. Cruzan calle 56 con cara de <<me gané el Quini 6 y perdí el comprobante de la jugada ganadora.>> Se sientan en una mesa lindera a la nuestra y pese a las diferencias que prejuzgo, ellos también eligen obviar el bochornoso espectáculo musical que hay adentro. Pero la mesa que escogen tiene dos sillas y ellos son tres. La moza sale en búsqueda de esas clásicas sillas de exteriores, esas de caño, plegables que tienen respaldo de lona y que llevan impresas una publicidad de cerveza y que por rutina acompañan mesas con patas también de caño con sombrilla y la misma publicidad de la misma cerveza, o gaseosa. Nuestra amiga cuenta que la quinceañera ha entrado en un carrito de rulemanes, como si fuera un cajón de fruta vestido, tirado por una soga y remolcado por sus tres hermanos que trajeados de punta a punta, depositan la, digamos, carroza, en el centro del salón. De adentro de algo que simula una rosa, sale Daiana hecha una reina. Ahora es la adolescente más  feliz del mundo y su familia acompaña esa grandiosidad de la vida, los invitados se rompen las manos en aplausos y gritan palabras bellas. Su vestido también brilla.
El show ha llegado a un descanso, la voz del muchacho lo necesita y a nosotros no nos cae nada mal. Todos los fumadores de la sala salen a la vereda a fumar, ahora las voces en la calle le ganan poco a poco al silencio de la ciudad. Algunos parados, otros sentados en las mesas hasta recién desocupadas de la vereda, comentan el grandioso show que está dando su amigo. La tercera silla que traen no se abre fácilmente, parece que está trabada y la moza con sus brazos minúsculos no alcanza a desplegar aquel bollo de caños encriptados. El hombre de campo que ha permanecido de pie, le ofrece su ayuda ante la impotencia de la muchacha que finalmente se rinde, no sin antes intentar juntos desplegar la silla. Ambos hacen fuerza con un mismo objetivo. El resto de los hombres observan incrédulos la mecánica de lo movimientos. Cuando la silla comienza a ceder, los caños dejan de ser arrumbados, obsoletos minerales y la forma de la silla va ganando claridad. De pronto un grito se escucha despacio, como queriendo gritar un canto reprimido pero urgido.
-          ¡¡Para, para!! Me agarraste el dedo.
La silla está abierta en el aire, la moza ha quedado de frente al hombre de campo y la silla se interpone entre ellos dos que, hasta recién, cinchaban para el mismo lado. La mujer y su hija virgen se paran y se ponen al costado de la silla. Hay que cerrar la silla para destrabar el dedo, o sea hay que volver a plegar la silla para que aquel pequeño incidente pase a ser una mala anécdota urbana.
-          Pierdo el dedo, pierdo el dedo -grita preocupadísimo el hombre de campo.
Entonces todos los fumadores se agolpan junto al hombre de campo para ayudarlo, ahora son trece personas, trece voluntades dedicadas a la solidaridad más absurda. Yo inmutable. La moza debe sostener la silla en alto, si la bajara, el hombre de campo estaría obligado a ponerse en cuclillas pues su verticalidad ahora tiene a la silla como parte integrante de aquella.
-          Pierdo el dedo, pierdo el dedo -insiste.
El bar Oporto no está lleno, ni mucho menos, pero ahora todos miramos la escena independientemente de nuestro vínculo con el cantante, con el hombre de campo, su mujer, la hija virgen, la moza y la silla. Los fumadores tensan la silla en vez de plegarla, acaso para entorpecer todo aun mas y para refutar aquello de que cuatro ojos ven más que veinte y siete.
-          No, no, así pierdo el dedo –rebuzna el hombre de campo que bastante tenía con la sequía de estos días.
 Entonces los fumadores comprenden que la mecánica necesaria es la inversa, ahora pliegan la silla y al fin el dedo queda liberado de entre los caños, no del dolor. La moza no sabe cómo pedir perdón, el hombre de campo repite por si no lo hubiéramos escuchado que él creía perder el dedo. La moza apoya la silla en la vereda, él sujeta la mano con su otra mano mientras el dedo amorcillado cuelga del aire.
El show esta continuando,  el hombre de campo se dedica (con un dejo irritado en su rostro) a comer la pizza de mozzarela, mientras nuestra amiga relata sus desventuras con la natación.