27 mar 2011

Crónica de un fin de semana fallido

Por Nacho Fittipaldi
A fuerza de hacer y ser número habíamos decidido irnos el fin de semana largo y sumarnos a esos otros que ahora pueden vacacionar. Pensamos tres opciones para salir el 25 por la mañana: San Pedro, Punta Indio y Villa Paranacito. La segunda opción la rechazamos porque hasta en Taringa las fotos de Punta Indio dejaban bastante que desear. La negativa por San Pedro en cambio tenía que ver con que es una opción más cara que las otras y siempre está ese riesgo de cruzarse con Fernando Bravo cantando la cortina del programa que conduce. Y honestamente la decisión de ir a Villa Paranacito se concentró en manos de  Pao (sin decir que es su culpa) confiando en que, según decían algunos portales de internet, ni el viernes, ni el sábado iba a llover; y también en que otros portales se referían a este pequeño pueblo como “La Venecia Argentina.” El viernes en la ruta y contradiciendo lo anunciado en internet, llegando a Villa Paranacito, a 220 Km de La Plata, en la Pcia. de Entre Ríos, llovía. El pronóstico había fayado. Al llegar al pueblo vimos que este era bordeado por un bello riacho de unos 50 metros de ancho que curiosonamente no es el Rio Paranacito, que existe y que esta a varios kilómetros de allí, sino el Arroyo Sagastume. A poco de andar advertimos que para ser La Venecia Argentina o le faltaba agua o le sobraba tierra. Luego de dar un para devueltas, en verdad el pueblo se recorre siempre a lo  largo dado que todo se recuesta sobre la bella costanera, buscamos un lugar donde almorzar. Al entrar al restaurante vimos que estaba concurrida la cosa y que el pueblo tenía su público. Luego de sentarnos llega hasta nosotros un mozo que si algo no tenía era cara de mozo y ganas de mozo. Este pibe de unos 19 años parecía ser bastante más afeminado que lo conveniente para un pueblo que hace de la pesca una razón de vida, el pibe tiene la voz en plena transformación, a veces trombón, otras clarinete, habla bajo como para que no lo escuchen pero casi no se lo escucha, es tímido y atiende semi-agachado, el pibe tiene cara de estar esperando un producto de la línea Avón. De cuatro cosas que le pedimos olvidó una y de las dos preguntas que le hicimos a duras penas pudo responder una.
A fuera el viento movía los sauces y la sudestada parecía acariciar mansamente la superficie de las olas cortadas o rotas. Después de comer milanesas caseras con papas fritas, cerveza y habiendo decidido no utilizar el Minerva que el chico trajo en lugar del limón que le habíamos pedido, fuimos en busca de un lugar donde pasar la noche. Seguimos recorriendo el lugar ahora hacia una zona bastante más agreste que la zona céntrica, por donde buscábamos encontrar un camping y un complejo de casitas, teníamos dudas de parar en carpa o alquilar las casitas que nos habían indicado. Luego de identificarlas concluimos en la imposibilidad de descifrar el año o década de construcción. Chequeadas las instalaciones  confirmamos que no eran las peores habitaciones en las que habíamos pasado alguna noche y que esa sería la razón por la cual tomaríamos esa opción. En seguida armé el equipo de pesca y nos fuimos al borde del rio a charlar, tomar mate, comer lo que quedaba de las tortas negras  y transcurrir así este fin de de semana nuboso que ahora se está yendo. Sobre el caer de la tarde nuestros cuerpos reciben las primeras gotas de una lluvia que luego, y por poco, anega el camino de acceso al camping, con ese telón de fondo nuestra única opción era regresar a la piecita y esperar que se haga la hora de la cena, luego comer, más tarde dormir y por fin irnos de allí. Con las horas la lluvia se hace mucho más intensa y desde la pieza se escuchan unos ruidos desde el ambiente exterior que imagino son murciélagos, por suerte logro ver el cuerpo desde donde se emite ese sonido y corroboro que es una inmensa lechuza. La habitación es sórdida, boca arriba Pao y yo repasamos los peores lugares en los que hemos estado, no son pocos, nos causa gracia esa tendencia a recaer en esos lugares; yo he olvidado mi novela en casa, no tengo para leer y también hemos olvidado el repelente. Llueve mucho y yo empiezo a preocuparme sobre cómo haremos para salir por ese camino de arenisca que nos ha precedido hasta allí. La hora de cenar llega, el pueblo esta distante a unas quince cuadras, subimos al auto para recorrerlas, es notoria la diferencia de confort que existe entre el lugar donde debemos pasar la noche y nuestro auto; allí tenemos música, aire acondicionado, calefacción, radio, asientos tapizados, la incomparable sensación de estar a gusto. En cambio en la habitación hace un poco de frio, la humedad se filtra por todos lados, los mosquitos entran más que salen y las puertas no cierran, simplemente todo queda abierto porque no hay llaves y porque las puertas son más grandes que los marcos, pero no es que la humedad ha dilatado la madera, no. Las puertas parecen haber sido confeccionadas con medidas distintas a las  necesarias para que una puerta entorne con su marco.  Al dar marcha atrás y la vuelta con el auto me meto sin saberlo en un charco de barro, acelero un poco y el barro que las ruedas escupen se deposita sobre el parabrisas, sé que me he encajado hasta la manija y que la noche y la estadía comienzan a ser hostiles. Al ver el sitio en el que me encajé me pregunto si en Venecia habrá tanto lodo en un solo pedazo tan pequeño de terreno. Descuento que por el ruido que el auto ha hecho han salido dos vecinos de unos 45 años de edad y un adolescente que asumo como hijo de alguno de los dos, uno de ellos me busca en la oscuridad con la mirada y me pregunta: <<¿Sabes algo de barro?>>. La pregunta es una cagada, me obliga a responder con poco margen para mentir, sé cocinar en horno de barro pero supongo que esa experiencia en esta situación no será de utilidad. Ahora a la larga lista de cosas que no sé hacer y que desconozco, esas que se suponen son eminentemente masculinas, autos, herramientas, cementos, mecánica, amoladoras, debo agregar que no se de barro porque este pelado de mierda me lo ha enrostrado sutilmente. <<De barro no, no sé mucho>>  respondo consciente de mi orgullo y que no sé de barro pero tampoco soy boludo. ¿Cuánto puede saber un hombre de barro, uno que no sea alfarero? Ellos levantan el auto por la parte de atrás, yo acelero levemente mientras doblo las ruedas delanteras, el auto tracciona en el barro, y sale lento pero fácil rumbo al restaurante; ellos por el gesto se han embarrado y regresan puteandomé a la rutina nocturna de los pescadores cuando el pique no aporta por el lugar: el chupi.
La hora de dormir llega, nos lavamos los dientes, charlamos un rato, escuchamos la lluvia caer y ansiamos el amanecer que acompañe el regreso. Repasamos juntos cómo fue que llegamos hasta allí. Antes de que el sueño nos gane los ruidos del entretecho se hacen presentes, son muchos o muchas, murciélagos o ratas, son un asco, el chillido infame penetra por nuestros oídos pero también por nuestros ojos en la representación que nos hacemos y se traduce en la amenaza de que alguno de esos bichos caigan sobre nosotros en  mitad de la negrura; por momentos se callan pero luego regresan. Yo no sé si ha sido la conmemoración del golpe del ´76  o la discusión sobre la orquesta del Colon y la presentación del Plácido Domingo pero estos murciélagos están muy politizados y hacen un quilombo infernal.  La noche ha sido tremendamente embarazosa, Pao ha despertado en mitad de la madrugada y su rostro esta casi desfigurado, como si la Hiena Barrios la hubiese cagado a piñas o atropellado con el auto, ella cree que han sido mosquitos y yo descuento que ha sido una arañita.
Por la mañana temprano  hacemos nuestros bolsos y nos mandamos mudar, el sol sale de a poco a medida que Villa Paranacito va quedando atrás. La ruta esta linda, el mate que mi compañera ceba va calentando el cuerpo y los pastelitos alegran la barriga. Luego de todo este penar llegamos a BsAs para terminar comiendo un sándwich de churrasco en los Bosques de Palermo, está lleno de viejas que tratan a sus perros como a hijos y a los que nombran  con nombres de niños estadounidenses, Gordon, Jack, Mike;  esto no es La Venecia Argentina pero se inunda de lo lindo y dicen que tiene tanto de la adorable París.



  

10 mar 2011

Libros y milanesas


Por Nacho Fittipaldi
Historia I
A mamá se le quemó el aceite con el que hacía las milanesas en los minutos previos al preciso instante en el que el cartero tocó el timbre de mi casa. Por error (o por destino/encanto) el moto-chorro-que-era-cartero partió raudo hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En lugar de libros viejos donados a la biblioteca nacional se llevó las milanesas que mamá había hecho para la gente del barrio. Ya en Buenos Aires el motoquero llega a la Casa Rosada, no saben que es motochorro, entrega el paquete y alguien desesperado de hambre se come siete milanesas híper-aceitosas con la velocidad en la que un colibrí deshoja un nardo. Desde un despacho alfombrado, alguien, un funcionario, insulta en voz alta por la patada en el hígado de las milanesasnegras. En la oficina de al lado otro alguien piensa <Al fin se ha quebrantado la embestidura de su traje> mientras se pregunta, en voz baja, quién habrá ordenado el aumento en los peajes.

Historia II
A mamá se le quemó el aceite con el que hacía las milanesas en los minutos previos al preciso instante en el que el cartero tocó el timbre de mi casa. Por error (o por destino/encanto) el moto-chorro-que-era-cartero partió raudo hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En lugar de libros viejos donados a la biblioteca nacional se llevó las milanesas que mamá había hecho para la gente del barrio. Ya en Buenos Aires el motoquero llega a la Casa Rosada, entrega el paquete y alguien desesperado de hambre se come siete milanesas híperaceitosas con la velocidad en la que un colibrí deshoja un nardo pero con los modos de un orangután. A la vez, desde una habitación muy humilde en el barrio de Los Polvorines, alguien abre el paquete y desilusionada comprueba que en vez de milanesas le han enviado libros viejos, mira con asombro las manchas de aceite en las hojas del libro y piensa que María Eugenia es una conchuda. Toma con sus dedos la hoja número cuarenta y nueve y se la come sin chistar. Luego corta la hoja número ochenta y ocho y piensa que es una raviolada. Se ha comido todo el libro, ahora se limpia la boca brillosa de negrura con la contratapa. Su hambre no ha cesado pero espera ilusionada el próximo envío.